China y las joint ventures automotrices, el secreto mejor guardado para el éxito.

La política de joint ventures obligatorias en China dejó un legado complejo. Pero ahora con las reglas relajadas, el tablero está cambiando.

I Love China10/05/2025JGRJGR
El secreto de la industria China
El secretyo de la industria China

Introducción

Durante décadas, cualquier fabricante de automóviles extranjero que quisiera vender en China debía aliarse obligatoriamente con una empresa local. Desde los años 80, Beijing impuso esta regla con el objetivo declarado de intercambiar “mercado por tecnología”: las multinacionales obtenían acceso al enorme mercado chino, a cambio de compartir conocimientos y ganancias con socios domésticos. Esta política moldeó el crecimiento de la industria automotriz china y ha sido fuente tanto de cooperación fructífera como de fricciones comerciales internacionales. En este reportaje investigativo examinamos la evolución histórica y política de las joint ventures obligatorias en China, cómo han afectado a fabricantes tradicionales y a nuevos actores como Tesla, y las comparamos con las prácticas de Estados Unidos, Europa y América Latina en materia de apertura o restricciones al capital extranjero en el sector automotor. Los datos y testimonios, respaldados en fuentes oficiales, revelan un complejo juego de poder e intereses industriales a nivel global.

Orígenes de la política china de joint ventures

La estrategia china de exigir socios locales a las empresas extranjeras surgió en el contexto de las reformas de “Reforma y Apertura” encabezadas por Deng Xiaoping. En 1979, China promulgó su primera Ley de Joint Ventures con capital extranjero, sentando las bases legales para asociaciones forzosas entre compañías chinas y foráneasen. Esta medida buscaba atraer inversiones y, sobre todo, absorber tecnología extranjera para desarrollar industrias locales, manteniendo al mismo tiempo el control estatal sobre sectores estratégicos. En palabras de los propios planificadores chinos, se trataba de “usar el mercado para obtener tecnología”, una fórmula con la que China ofrecía su mercado a cambio de know-how industrial extranjero.

Pronto, gigantes automotrices occidentales acudieron al llamado. American Motors Corporation (AMC) —entonces fabricante de Jeep— fue pionera al firmar en 1983 un contrato para producir todoterrenos en Beijing, dando lugar a la primera joint venture automotriz del país: Beijing Jeepen. Le siguió Volkswagen en 1984, estableciendo una sociedad con Shanghai Automotive (SAIC) para fabricar el sedán Santana, y poco después Peugeot se asoció con Guangzhou Autoen. Durante los años 80, bajo estricta supervisión estatal, se crearon las principales joint ventures que lanzarían la industria local: Shanghai-Volkswagen, FAW-Volkswagen, Beijing Jeep, Guangzhou-Peugeot, entre otras.

Políticamente, la exigencia de joint ventures respondía a una lógica de desarrollo nacionalista. China limitó las importaciones de autos extranjeros y a la vez condicionó la producción local a estas sociedades mixtas, protegiendo a los fabricantes chinos nacientes de una competencia desleal y obligando a las multinacionales a compartir sus métodos. El trasfondo era proteger la incipiente industria doméstica y cerrar la brecha tecnológica tras décadas de atraso industrialen. Como señaló un informe, desde 1994 se formalizó que cualquier automotriz extranjera debía asociarse con un “homólogo” chino y éste conservar al menos 50% de la propiedad de la empresa conjuntaen. Beijing canjeó acceso al mercado por transferencia de tecnología, asegurándose de que cada coche extranjero producido localmente ayudara a formar a ingenieros chinos y desarrollara una cadena de suministro nacional.

No obstante, esta política no estuvo exenta de debates internos. Algunos críticos en China señalaron que las joint ventures podían volverse un arma de doble filo: si bien traían mejoras de calidad, también podían generar dependencia. Un exministro de industria chino llegó a comparar las joint ventures automotrices con “opio”, advirtiendo que podían adormecer el impulso innovador local al limitarse muchas a ensamblar modelos extranjeros en lugar de crear diseños propios. Pese a esas preocupaciones, durante las primeras décadas la apuesta prevaleciente fue clara: sin la sociedad con una compañía local, no había ingreso posible al mayor mercado emergente del mundo.

Las joint ventures como motor de la industria china

La industria automotriz china se construyó al amparo de las joint ventures obligatorias, y los resultados fueron palpables. Gracias a esta estrategia, fabricantes estatales chinos como SAIC, FAW, Dongfeng o BAIC crecieron de la mano de socios occidentales, adquiriendo tecnología y recibiendo el 50% de las ganancias de las lucrativas empresas conjuntas. Modelos como el Volkswagen Santana o el Audi 100 fabricados localmente alcanzaron niveles de localización de componentes superiores al 80–90% en los años 90, reflejo de cómo la cadena de suministro doméstica se fortaleció bajo exigencias de contenido local. El gobierno chino declaraba al automóvil como “industria pilar” desde el Séptimo Plan Quinquenal (1986–1990), y las joint ventures fueron la herramienta clave para cimentar ese pilar.

Para las multinacionales automotrices tradicionales, la fórmula implicó aceptar condiciones a cambio de volumen. Empresas como Volkswagen y General Motors se convirtieron en líderes de ventas en China a través de sus joint ventures SAIC-VW (desde 1984) y SAIC-GM (desde 1997) respectivamente, llegando a vender millones de unidades anuales. Obtuvieron enormes ingresos, aunque cediendo propiedad y beneficios a sus contrapartes chinas. Por ejemplo, Volkswagen opera en China vía dos grandes joint ventures (una con SAIC en Shanghái y otra con FAW en Changchún) desde hace décadas, y GM hizo lo propio con SAIC en Shanghái y Liuzhou (joint venture SAIC-GM-Wuling). Estas alianzas permitieron a las extranjeras aprovechar la mano de obra y el mercado locales, y a los fabricantes chinos aprender mejores prácticas. Un estudio de 2023 indicó que aproximadamente 8,7% de las mejoras de calidad en modelos fabricados por joint ventures extranjeras se transmitieron a modelos de la marca local afiliada, vía ingenieros y proveedores compartidos. Es decir, hubo una transferencia tecnológica tangible hacia los socios chinos, aunque quizás menor a lo esperado.

Con el tiempo, los socios chinos fueron perdiendo complejos y ganando ambición. Hacia fines de la década de 2010, las automotrices locales ya no eran simples aprendices: empezaron a lanzar marcas propias competitivas (por ejemplo, Lynk & Co de Geely) y a adquirir fabricantes occidentales en dificultades, como demostró Geely al comprar la sueca Volvo Cars en 2010 y la legendaria Lotus británica, e incluso al adquirir un 10% del grupo Daimler (Mercedes-Benz) en 2018. Estos hitos marcaron un giro irónico: China pasó de exigir socios locales a convertirse en socio extranjero inversor en marcas de fuera. Sin duda, la era de las joint ventures proporcionó a la industria china una base para finalmente competir de tú a tú con las multinacionales.

Evolución reciente: apertura gradual y cambios de política

Aunque exitosas en impulsar su industria, las restricciones chinas al capital extranjero comenzaron a flexibilizarse en años recientes. Con la madurez de las empresas locales y presiones comerciales internacionales, Beijing revisó su posición. Analistas ya especulaban en la década de 2010 que China levantaría el límite del 50% una vez que sus fabricantes estuvieran lo suficientemente fortalecidos.

El punto de inflexión llegó en 2017, en medio de tensiones comerciales crecientes con Estados Unidos. Ese año, el gobierno chino anunció su intención de eliminar paulatinamente las restricciones de propiedad extranjera en la industria automotriz, permitiendo por primera vez que las automotrices globales pudieran tener mayorías e incluso el 100% de sus operaciones en China. El 17 de abril de 2018, la poderosa Comisión Nacional de Desarrollo y Reforma (NDRC) detalló una hoja de ruta: los límites de participación extranjera se suprimirían en un periodo de 5 años. Según el plan oficial, las empresas de vehículos eléctricos serían las primeras beneficiadas (desde 2018 mismo), seguirían los fabricantes de vehículos comerciales en 2020, y finalmente toda la categoría de automóviles de pasajeros en 2022, tras lo cual ya no sería obligatorio tener un socio chino al 50%. Asimismo, se eliminaría la norma que impedía a un mismo fabricante extranjero establecer más de dos joint ventures separadas en China.

Beijing presentó esta apertura como parte de su política de liberalización económica y respuesta a las disputas comerciales. La meta declarada era “abrir el mercado chino a las empresas extranjeras y nuevas tecnologías, aliviar tensiones comerciales e incrementar la competencia”. De hecho, el anuncio coincidió estratégicamente con las negociaciones para frenar la guerra comercial iniciada por Washington en 2018. En aquel momento, el presidente estadounidense Donald Trump había elevado aranceles al acero, aluminio y amenazaba con tarifas a autos, argumentando trato desigual. No es casualidad que China revelara su plan de relajar las joint ventures pocos días después de que Elon Musk (CEO de Tesla) publicara tuits exponiendo que ningún fabricante de EE.UU. podía tener ni 50% de una fábrica en China, mientras que en territorio estadounidense operaban varias automotrices chinas con 100% de propiedad. La movida china fue vista como un gesto de buena voluntad o concesión:

“China afloja las reglas a los autos extranjeros, en potencial ofrenda de paz para Trump”, tituló The New York Times.

Los cambios se implementaron según lo prometido. El 28 de julio de 2018, China eliminó las restricciones de propiedad extranjera para fabricantes de vehículos de nueva energía (eléctricos e híbridos), lo que benefició inmediatamente a Tesla. La empresa de Elon Musk, que llevaba años intentando instalar una fábrica sin socio, aprovechó la apertura: ese mismo año firmó un acuerdo con el gobierno de Shanghái para construir la Gigafábrica 3 de Tesla, convirtiéndose en el primer fabricante extranjero en abrir una planta de automóviles 100% propia en suelo chino. A continuación, en 2020 se liberalizó el segmento de vehículos comerciales y en enero de 2022 cayeron todas las barreras para autos de pasajeros, poniendo fin a casi tres décadas de la regla 50:50.

Varias multinacionales rápidamente aprovecharon la nueva libertad. BMW elevó su participación en BMW-Brilliance (su joint venture en Shenyang) al 75% en 2022, obteniendo control mayoritario. Volkswagen obtuvo autorización en 2020 para tomar el 75% de su joint venture de eléctricos con JAC, renombrándola Volkswagen Anhui. Incluso Volvo Cars, que operaba en China bajo la tutela de su dueña Geely, logró en 2021 asumir el control completo de sus operaciones de manufactura y ventas en China. No obstante, vale señalar que muchos fabricantes tradicionales decidieron mantener sus asociaciones existentes. Tras décadas entrelazadas, las operaciones de empresas como GM, Toyota o Volkswagen están tan integradas con sus socios chinos que, aun pudiendo tener el 100%, no se apresuraron a “divorciarse” de sus joint ventures locales. La mayoría optó por estabilidad, al menos en el corto plazo, continuando con el modelo que les había dado éxito en el mercado número uno del mundo.

El caso Tesla: un recién llegado sin socio local

Gigafactory Shanghái de Tesla, inaugurada en 2019: primera planta automotriz de propiedad 100% extranjera en China.

La historia de Tesla en China ejemplifica cómo la evolución de la política de joint ventures abrió oportunidades inéditas. Antes de 2018, Tesla vendía autos en China solo mediante importaciones, gravadas con un arancel de 25%, lo que encarecía sus vehículos frente a rivales locales. Elon Musk se rehusó tajantemente a establecer una fábrica bajo el esquema tradicional de 50/50 con un socio chino, incluso si eso significaba quedar fuera de China en producción. Durante más de un año, Tesla negoció con las autoridades de Shanghái, pero las conversaciones no avanzaban debido a la negativa de Musk a ceder propiedad en una joint venture. Frustrado, Musk incluso hizo pública la queja comparativa:

“Ninguna automotriz estadounidense puede poseer ni el 50% de su propia fábrica en China, pero hay cinco compañías de autos eléctricos 100% chinas operando en EE.UU. […] Solo queremos un resultado justo, con reglas igual de moderadas”. Aquello llamó la atención internacional en pleno fragor de la guerra arancelaria.

La apertura anunciada en 2018 fue, pues, una bendición para Tesla. Como describió la prensa, “el primero en beneficiarse de esta medida podría ser Tesla”, ya que los fabricantes tradicionales tendrían que esperar unos años más hasta 2022. En julio de 2018, apenas levantada la restricción para eléctricos, Musk firmó con el gobierno de Shanghái el acuerdo para construir la Gigafactory 3 como subsidiaria de Tesla, sin socio local obligatorio. A cambio, las autoridades facilitaron terreno en un parque industrial de Lingang con un derecho de uso a 50 años, créditos y apoyos logísticos. La planta se construyó en tiempo récord: en octubre de 2019 comenzó la producción y en pocos meses los Model 3 fabricados en China llegaban al mercado, evadiendo los aranceles y con costos más bajos. El propio gobierno chino parecía entusiasmado con el proyecto, otorgando a Tesla un trato preferencial (exenciones fiscales, terrenos baratos, préstamos bancarios), lo que un columnista llamó el “efecto catfish”: soltar un pez competitivo (Tesla) en el estanque para estimular a los peces locales (marcas chinas).

El resultado ha sido exitoso para ambas partes. Tesla consiguió en China su segunda base de producción global (después de EE.UU.) y en 2021-2022 la Gigafábrica de Shanghái se convirtió en la planta de mayor volumen para la compañía, exportando incluso a Europa. Por su lado, China atrajo inversión de punta en vehículos eléctricos y obligó a sus campeones locales (NIO, BYD, Xpeng) a redoblar la innovación para competir. No obstante, también se generó cierta tensión: los fabricantes domésticos como BYD o BAIC tuvieron que ajustar precios a la baja para seguir siendo competitivos frente a un Tesla fabricado localmente más asequible, lo que comprimió sus márgenes. Irónicamente, tras décadas de proteger a los productores nacionales, el gobierno chino ahora patrocinaba al que alguna vez fue enemigo externo –una automotriz 100% extranjera en suelo chino– con tal de acelerar su transición tecnológica (vehículos eléctricos) y mostrar buena voluntad en el plano comercial global. Tesla, con su gigafábrica sin joint venture, marcó un precedente histórico y simboliza el nuevo capítulo de apertura condicionada de China.

Estados Unidos: apertura total y choque con la política china

A diferencia de China, Estados Unidos no impone restricciones de copropiedad a los fabricantes de autos extranjeros. Desde hace décadas, marcas de Japón, Europa y más recientemente de Corea del Sur han invertido en plantas en EE.UU. sin verse obligadas a asociarse con empresas locales. Por ejemplo, Toyota opera fábricas propias al 100% como la de Georgetown, Kentucky (abierta en 1988), BMW produce en Spartanburg, Carolina del Sur, y Hyundai en Alabama, todo bajo control total de sus matrices. La política estadounidense tradicional ha sido fomentar la inversión extranjera directa para crear empleos, ofreciendo a veces incentivos fiscales o subvenciones estatales, pero sin exigir transferencia tecnológica ni participación obligatoria de capital local. El marco legal estadounidense permite la propiedad foránea completa salvo en sectores relacionados con la seguridad nacional (donde existe el comité CFIUS que puede vetar adquisiciones estratégicas). En el sector automotor civil, la regla general es la apertura, lo que explica por qué empresas de todo el mundo instalan filiales manufactureras en EE.UU. sin mayores trabas.

Esta postura abierta, sin embargo, ha provocado roces con la política china de sentido opuesto. Washington y Pekín se enzarzaron en una guerra comercial en 2018 en la que uno de los puntos álgidos fue la acusación de “transferencia tecnológica forzada”. La Oficina del Representante Comercial de EE.UU. (USTR) denunció formalmente que China utilizaba requisitos de joint venture y otras restricciones de inversión para presionar a las empresas estadounidenses a ceder tecnología. Según el informe de la investigación Sección 301 (2018), estas prácticas eran “irrazonables y discriminatorias” y cargaban costos a la industria norteamericana. En respuesta, la administración Trump impuso aranceles a vehículos y componentes chinos, buscando forzar un cambio. De hecho, Elon Musk intervino públicamente en el debate: en marzo de 2018 tuiteó directamente al presidente Trump comparando las reglas de uno y otro país, señalando que “ninguna automotriz estadounidense puede ni siquiera tener 50% de su fábrica en China, mientras que sí existen cinco fabricantes de vehículos eléctricos 100% chinos en EE.UU.”, reclamando equidad. Trump citó ese mensaje en actos públicos como prueba del trato desigual y prometió “cambiarlo” en busca de reciprocidad.

Aunque EE.UU. no adoptó ninguna política espejo (no llegó a exigir joint ventures a empresas chinas), la presión contribuyó a los cambios en China descritos anteriormente. Cabe notar que fabricantes chinos han intentado entrar al mercado estadounidense libremente, pero con poco éxito hasta ahora. Compañías como BYD (autobuses eléctricos) o GAC han establecido subsidiarias o exhibido vehículos en salones de EE.UU., aprovechando el marco abierto, pero barreras comerciales (aranceles), regulatorias (estándares de seguridad) o políticas (tensiones bilaterales) han demorado su expansión. Paradójicamente, la apertura estadounidense facilitó que firmas chinas inviertan o se establezcan (por ejemplo, el fabricante chino NIO cotiza en la bolsa de Nueva York y opera centros de diseño en EE.UU.), mientras que los fabricantes de EE.UU. solo lograron un acceso más libre a China tras años de lobby y negociaciones gubernamentales. En suma, la comparación evidencia un choque de filosofías: la de EE.UU., que confía en el libre mercado y la inversión extranjera sin ataduras, y la que China aplicó hasta hace poco, de proteccionismo con condiciones, ahora atenuada por las presiones internacionales.

Europa: inversión recíproca y tensiones por tecnología

En Europa Occidental, la industria automotriz también ha operado históricamente bajo un régimen abierto a la inversión extranjera, aunque con algunos matices. Ningún país de la Unión Europea exige actualmente joint ventures obligatorias a fabricantes foráneos; de hecho, varios gigantes asiáticos construyeron plantas en Europa con propiedad 100% de la casa matriz. Ejemplos clásicos son Nissan en Sunderland (Reino Unido, inaugurada en 1986) o Toyota en Francia (Valenciennes, desde 2001), establecidas para sortear cuotas de importación europeas pero sin tener que asociarse con empresas locales. Del mismo modo, marcas estadounidenses como Ford o GM llevan produciendo en Europa desde el siglo XX a través de filiales de su absoluta propiedad (Ford España, Opel en Alemania –antes GM–, etc.). Europa, en general, ha fomentado la inversión transfronteriza como parte de su mercado común, e incluso algunas automotrices europeas pasaron a manos extranjeras sin vetos gubernamentales – por ejemplo, la italiana Fiat adquirió Chrysler en EE.UU., la india Tata Motors compró Jaguar Land Rover en el Reino Unido, y la ya mencionada china Geely se hizo con Volvo Cars en Suecia.

Sin embargo, las relaciones Europa-China en el sector han tenido su cuota de cooperación y fricción. Durante años, las automotrices europeas aprovecharon la política de “mercado a cambio de tecnología” de China y entraron en ese mercado bajo las reglas de joint venture. Volkswagen fue pionera (y líder) en China con sus JV de la mano de SAIC y FAW, PSA Peugeot-Citroën se asoció con Dongfeng, BMW con Brilliance Auto, Daimler-Mercedes con BAIC, etc. Estas alianzas, aunque lucrativas, implicaron para Europa la misma cesión de control y know-how que para sus contrapartes estadounidenses o japonesas. Con el tiempo, surgió preocupación en Europa por la asimetría: mientras las firmas europeas debían operar con socio en China, los capitales chinos entraban con facilidad a Europa. La Comisión Europea señaló que empresas chinas, muchas estatales, estaban comprando activos estratégicos en la UE (incluidas del sector automotor y de autopartes) sin restricciones equivalentes. Un caso sonado fue el mencionado 10% del grupo Daimler que adquirió Geely en 2018, movimiento que encendió alarmas en Alemania aunque finalmente no fue bloqueado. Otro ejemplo: en 2012 la empresa china SAIC Motor compró la histórica marca británica MG Rover, y hoy produce vehículos MG en China para exportarlos a Europa libremente.

Ante esta desigualdad de condiciones, la UE pasó a la ofensiva legal en 2018. Bruselas presentó una queja formal ante la OMC contra las leyes chinas que “imponen transferencias de tecnología” a través de requisitos de inversión. La denuncia europea argumentó que China, al unirse a la OMC en 2001, se comprometió a no forzar a las empresas extranjeras a transferir su tecnología como condición para operar, compromiso que, según la UE, China incumplió mediante las joint ventures obligatorias y otras “exigencias de desempeño” (como establecer centros de R&D en China). La Comisión Europea afirmó que estas reglas “fuerzan o incentivan a las compañías europeas a transferir tecnología a sus joint ventures con socios chinos a cambio de las aprobaciones administrativas necesarias”, creando un entorno injusto. China replicó que esas transferencias eran voluntarias, producto de negociaciones entre partes, pero el malestar europeo ya estaba en la arena multilateral. En paralelo, la UE, EE.UU. y Japón unieron fuerzas diplomáticas para presionar conjuntamente a China sobre subsidios industriales y transferencia tecnológica forzada.

En términos de cooperación, Europa y China también han estrechado lazos. Destaca la inversión de fabricantes alemanes en la electrificación en China: por ejemplo, Volkswagen no solo incrementó su participación en sus JV chinas tras la liberalización, sino que anunció planes conjuntos de vehículos eléctricos (ID. series) con sus socios locales. Mercedes-Benz y BMW colaboran con empresas chinas en baterías y coches eléctricos inteligentes. Inversamente, fabricantes chinos de vehículos eléctricos han empezado a desembarcar en Europa compitiendo abiertamente: MG (propiedad de SAIC) resurgió vendiendo SUVs eléctricos en mercados europeos, BYD y NIO lanzan modelos en Noruega, Alemania o España sin impedimentos. Esta invasión eléctrica china es un nuevo frente: si bien Europa no limita la propiedad, sí contempla medidas de defensa comercial (por ejemplo, investigar posibles subsidios ilegales a autos eléctricos chinos para aplicar aranceles compensatorios). Esto refleja que la verdadera disputa ya no es sobre joint ventures per se, sino sobre cómo equilibrar el campo de juego cuando capitales chinos –fortalecidos, en parte, gracias a décadas de joint ventures– compiten ahora globalmente contra las marcas occidentales en sus propios terrenos.

América Latina: de la protección nacional a la atracción de inversiones

En América Latina, las políticas hacia la inversión extranjera en la industria automotriz han variado a lo largo del tiempo, pero ninguna llegó a implementar un requisito tan estricto y generalizado como el de China. Durante la era de sustitución de importaciones (mediados del siglo XX), muchos países latinoamericanos aplicaron altos aranceles e incentivos para la producción local, obligando de facto a las automotrices globales a abrir plantas en sus territorios si querían acceder al mercado, aunque generalmente permitiéndoles tener el control accionario. Por ejemplo, Volkswagen fundó filiales propias en Brasil (VW do Brasil, 1953) y México (Volkswagen de México, 1964) para fabricar modelos como el Fusca (escarabajo) o el Vocho localmente, atraídas por mercados protegidos pero sin la exigencia de un socio local obligatorio. Ford y GM tenían operaciones en Argentina, Chile, Venezuela, etc., normalmente como subsidiarias de propiedad mayoritaria extranjera, aunque a veces con participación minoritaria de inversionistas locales o del Estado, dependiendo del país y la época.

Hubo, no obstante, algunas restricciones puntuales de capital extranjero en décadas pasadas. México, por ejemplo, en su Decreto Automotriz de 1962 impuso un 60% de contenido local mínimo y limitó la participación extranjera en ciertas áreas (como un 40% máximo en fabricantes de autopartes). También restringió la entrada de nuevos fabricantes salvo que integraran capital mexicano, lo que llevó a empresas como Nissan a asociarse inicialmente con inversionistas mexicanos en los 60–70. Brasil, por su parte, mantuvo durante años requisitos de producción local y controló la remesa de utilidades, pero permitió la instalación de plantas totalmente extranjeras (Fiat llegó en 1976 con fábrica propia en Minas Gerais, por ejemplo). Argentina en los 90 privatizó y abrió su industria: empresas como Renault, Peugeot, Volkswagen adquirieron plantas estatales o de antiguos socios locales con 100% de propiedad externa. En síntesis, la tendencia desde los 90 en América Latina ha sido liberalizar la inversión en la industria automotriz, en paralelo a la firma de acuerdos de libre comercio (NAFTA, Mercosur) y la entrada a la OMC.

Actualmente, la mayoría de países latinoamericanos compiten por atraer inversión automotriz extranjera ofreciendo incentivos y estabilidad, más que imponiendo restricciones. México se ha vuelto un hub mundial de exportación de vehículos gracias a tratados comerciales y a su apertura: hoy alberga plantas de Toyota, GM, Ford, VW, Honda, Audi, BMW, Kia, etc., todas operadas como filiales de dichas multinacionales. Un caso reciente es el anuncio en 2023 de Tesla de construir una gigafábrica en Nuevo León, México, con una inversión planeada de 5,000 millones de dólares, completamente bajo propiedad de Tesla Inc., y con apoyo entusiasta del gobierno mexicano (que ofreció infraestructura y un paquete de incentivos valuado en 2.630 millones de pesos). Brasil también cuenta con plantas de prácticamente todas las marcas globales, y aunque en 2012-2017 implementó un programa llamado Inovar-Auto que bonificaba a quienes invirtieran en I+D local, no exigía sociedades forzosas. Argentina mantiene producción de autos de la mano de filiales de Stellantis, Toyota, Renault-Nissan, etc., y si bien exige balances comerciales neutros (exportar para poder importar) no impone requisitos de coproprietario local.

Esto no significa que la región esté exenta de tensiones con las multinacionales. Ha habido episodios de fricción marcados por la inestabilidad económica o política. Un caso extremo ocurrió en Venezuela: en 2017, en medio de la crisis, el gobierno de Nicolás Maduro tomó control de la planta de General Motors en Valencia, calificando la acción de “ocupación judicial”, lo que llevó a GM a cesar operaciones y catalogar la incautación como ilegal. Fue un hecho aislado, consecuencia de disputas locales, pero ilustra riesgos de inversión en ciertos entornos. En otros países, las tensiones han venido por restricciones cambiarias (repatriación de utilidades) o exigencias de contenido local. Pero en general, las automotrices han operado en Latinoamérica con mayor libertad accionaria que en China. De hecho, varias empresas chinas han invertido en la región sin impedimentos: Chery instaló ensamblaje en Uruguay y Brasil (en este último mediante una joint venture voluntaria con el grupo local CAOA), JAC Motors produce vehículos en México en asociación con un grupo privado local, y BYD anunció en 2023 una planta de autos eléctricos en Brasil, todo bajo marcos jurídicos que no les exigen asociarse con el Estado ni con fabricantes locales.

En términos de cooperación, Latinoamérica ha visto joint ventures, pero más por estrategia empresarial que por mandato legal. Por ejemplo, en Brasil, Ford y Volkswagen formaron la curiosa JV “AutoLatina” (1987-1995) para compartir modelos y sobrevivir en un mercado en recesión; en México, Nissan y Daimler cooperaron en la planta COMPAS (Aguascalientes) para producir autos Infiniti y Mercedes compactos. Son alianzas voluntarias o temporales distintas al esquema chino. La región también ha buscado integrarse con las cadenas globales: Mercosur estableció un régimen automotor común Argentina-Brasil con cupos de import-export para equilibrar comercio, incentivando producción local de ciertos modelos en cooperación entre filiales de las multinacionales. Todo ello ocurre dentro de un clima general de apertura al capital extranjero, donde el atractivo de mercado (y últimamente la cercanía geográfica a EE.UU., como en el caso de México con el nearshoring) son las principales cartas que juegan los gobiernos latinoamericanos para atraer fabricantes globales.

Impacto y perspectivas

La política de joint ventures obligatorias en China dejó un legado complejo. Por un lado, cumplió su objetivo inicial: en 2020 China se convirtió en el mayor productor y mercado de automóviles del mundo, y sus marcas nacionales han ganado solidez. Las empresas locales aprovecharon décadas de sociedad con líderes globales para aprender – desde cómo construir motores eficientes hasta cómo gestionar la calidad – y hoy compañías como BYD, Geely, Chery o Great Wall fabrican vehículos competitivos y encabezan la transición hacia el coche eléctrico. En 2022, por primera vez en la historia, la cuota de mercado de las marcas chinas superó el 50% en su propio país, reduciendo la participación de los fabricantes extranjeros a menos de 40%. Esa estadística sugiere que la industria doméstica, nutrida bajo las JV, ha alcanzado una posición dominante en casa. Al mismo tiempo, los gigantes globales (Volkswagen, Toyota, GM, etc.) cosecharon jugosos beneficios del boom automotor chino, aunque a costa de compartir esa riqueza con sus socios (y competidores) chinos.

Con las reglas ahora relajadas, el tablero está cambiando. Las multinacionales pueden aspirar a operar con más libertad en China (como lo hizo Tesla) y retener una mayor parte de las ganancias, pero se enfrentan a rivales locales más fuertes que nunca. Algunas deberán decidir si mantener el matrimonio con sus socios chinos –que les provee arraigo comercial y político– o intentar la aventura en solitario en pos de más independencia. Por su parte, China confía en que su industria ya no necesita “muletas” y puede competir abiertamente; de hecho, ahora promueve que sus propias automotrices salgan al mundo (a través de exportaciones o adquiriendo marcas extranjeras) en un rol inverso al de décadas atrás.

En contraste, Estados Unidos, Europa y Latinoamérica encaran el ascenso automotriz de China con una mezcla de apertura y cautela. Occidente proclama los beneficios de la inversión libre, pero observa con atención el flujo de capitales chinos en sus mercados y la avalancha de vehículos eléctricos chinos competitivos. Es probable que surjan nuevas fricciones comerciales: discusiones sobre subsidios, normas medioambientales o aranceles “recíprocos” podrían ocupar el lugar que antes tenían las disputas por las joint ventures. En América Latina, la influencia china crece vía inversiones en plantas (no solo de ensamblaje de vehículos sino también de baterías y litio), lo que podría impulsar desarrollos industriales locales siempre que los gobiernos logren encadenar esas inversiones con proveedores locales y transferencia de habilidades – un desafío similar al que China afrontó y gestionó a su favor.

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En definitiva, la exigencia china de asociarse con un socio local, nacida del pragmatismo político e industrial de un país en desarrollo, redefinió las reglas del juego en el sector automotor durante una generación. Su posterior desmantelamiento refleja tanto la confianza de China en su propia industria como la presión de un mundo interconectado que demanda condiciones equitativas. Las joint ventures forzosas quedan como parte de la historia: un experimento a gran escala de cómo un Estado intentó dirigir la globalización económica en sus términos. Sus efectos se siguen sintiendo en cada coche con ADN mixto chino-extranjero que circula hoy. El viaje no ha terminado, pero entra en una fase nueva, donde la colaboración y la competencia internacional en la industria automotriz deberán encontrar un equilibrio más simétrico que en el pasado. Las lecciones de China, entre la protección y la apertura, seguirán siendo objeto de estudio mientras los motores del mundo continúan acelerando hacia el futuro.

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