Opinión y críticas Por: JGR09/11/2025

Guerra de precios en China: una bomba en la industria automotriz

La feroz competencia entre fabricantes de automóviles en China está tensando tanto los márgenes como el modelo de negocio. El grupo BYD Auto advierte que esta “guerra de precios” puede derribar a muchos actores menores. Si no se frena, el sector verá un colapso en cadena y desapariciones.

Guerra de precios en china llegará a occidente con consecuencias

En la cuna de la revolución automotriz eléctrica, donde fábricas operan día y noche ensamblando vehículos a una velocidad sin precedentes, se ha desatado una tormenta que amenaza con devorar a sus propios creadores: una guerra de precios feroz, despiadada, sostenida por la sobreoferta y la necesidad urgente de colocar productos antes de que se oxiden en los patios de distribución.

China es demasiado eficiente

Durante los últimos dos años, los precios promedio de los vehículos nuevos en China se han desplomado. Las promociones, subsidios cruzados, versiones recortadas y bonificaciones por entrega inmediata se han convertido en la norma. Una competencia que en sus inicios parecía saludable, ahora mutó en un campo minado. La ofensiva de precios no responde a una estrategia de diferenciación o eficiencia logística: es, lisa y llanamente, una medida desesperada para evitar que las montañas de vehículos sin vender colapsen las finanzas de los fabricantes.

La guerra no tiene un solo frente. Las grandes ciudades como Shanghái, Shenzhen o Guangzhou exhiben carteles de descuentos agresivos, mientras las plataformas digitales ofrecen entregas inmediatas con rebajas que oscilan entre un 20 % y 40 %. Detrás de cada promoción, hay una marca intentando sobrevivir un mes más. La lógica es perversa: si no se vende rápido, no se recupera capital; si no se recupera capital, no se puede producir el siguiente lote. Es un ciclo de presión permanente.

El propio gobierno chino ha levantado la voz. A través del Ministerio de Industria y Tecnología de la Información, Pekín pidió a los fabricantes que frenen la competencia destructiva. No es un pedido moral, es una advertencia económica: esta espiral de rebajas puede hacer colapsar a buena parte del sector. En los pasillos de Zhongnanhai (la sede del poder en China), ya circula una palabra inquietante para describir el fenómeno: "involución". Un término que en el contexto económico señala un desarrollo sin progreso real, donde el sistema gira cada vez más rápido… sin llegar a ninguna parte.

La paradoja es evidente: el país que lideró la transición al vehículo eléctrico y que logró lo que parecía impensado -superar a Tesla en volumen, imponer marcas como BYD o Geely, convertir al auto eléctrico en un bien de masas- ahora enfrenta una distorsión interna que amenaza con devorarse a sí misma. La eficiencia que durante años fue motor de crecimiento ahora se ha convertido en amenaza estructural. Porque producir más rápido no sirve si no hay dónde ni a quién vender.

En este contexto, la guerra de precios no es simplemente una estrategia comercial. Es la expresión visible de un sistema que ha perdido el equilibrio entre oferta, demanda y sostenibilidad industrial. Y mientras el resto del mundo observa cómo los vehículos chinos arrasan con mercados por su bajo costo, pocos advierten que en casa, el modelo está al borde del colapso.

Las empresas automotrices bajan sus precios: crónica de una competencia al límite

En un mercado donde cada centavo puede marcar la diferencia entre sobrevivir o desaparecer, las marcas automotrices chinas han adoptado una postura radical: vender, cueste lo que cueste. Literalmente.

En los últimos meses, se han visto escenas que rozan lo absurdo: vehículos eléctricos de gama media ofertados a precios de motocicletas de combustión, SUV de siete plazas vendidos a 22.000 dólares —menos de la mitad de su valor inicial— y fabricantes que lanzan campañas relámpago donde los primeros 10.000 compradores reciben descuentos por debajo del coste de producción. La consigna es clara: vaciar los patios, recuperar liquidez, resistir el mes.

Este fenómeno no está reservado a startups desesperadas. Lo protagonizan también gigantes como BYD, Geely o Chery, quienes se han visto forzados a adaptar su estrategia comercial no para competir, sino para no quedar rezagados en una dinámica que nadie parece controlar. El modelo se repite: cada rebaja de una marca dispara una reacción en cadena que obliga a las demás a responder. Y así, semana tras semana, el piso de precios sigue cayendo, sin que se vislumbre un límite.

En paralelo, han surgido versiones “lite” de modelos populares, despojadas de algunos elementos tecnológicos o estéticos, pero que permiten mantener una oferta visualmente atractiva a un precio aún más bajo. Se elimina lo accesorio, se recortan funciones, se simplifican las interfaces. Lo importante no es vender lujo, sino volumen.

El fenómeno ha llegado a tal punto que incluso marcas extranjeras que operan en China —como Volkswagen, Nissan o Ford— se han visto obligadas a revisar sus listas de precios, sabiendo que competir contra un modelo local equivalente que cuesta un 40 % menos es, como mínimo, inviable.

Desde fuera, puede parecer una muestra admirable de competitividad. Pero para los actores del sector, es una pesadilla sin fin: la rentabilidad ha desaparecido. Según datos del tercer trimestre de 2025, el margen de beneficio promedio por vehículo en el mercado chino cayó por debajo del 3 %, y en muchos casos ya se habla de ventas con pérdidas asumidas como “costo estratégico”.

El problema de fondo es que no se trata de una estrategia de mercado saludable, sino de una respuesta a una situación de desequilibrio estructural: sobreproducción, demanda estancada, exceso de actores en el sector y presión financiera para mantener el ritmo de inversión en I+D. Una tormenta perfecta que ha puesto a la industria contra la pared.

Y mientras se libran estas batallas comerciales diarias, las preguntas de fondo se multiplican: ¿Hasta cuándo puede durar esta carrera de rebajas? ¿Cuántos jugadores caerán antes de que alguien diga basta? ¿Y qué modelo saldrá fortalecido cuando el polvo se asiente?

Por ahora, el único consenso es que la lógica de los precios ha dejado de ser económica para convertirse en existencial. En China, vender ya no es un negocio; es una forma de seguir respirando.

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BYD advierte que la guerra de precios va a hacer quebrar a todos: señales de alarma desde el líder del sector

Cuando el líder de una industria alza la voz para advertir que el rumbo actual llevará al colapso, es porque el abismo está cerca. Eso hizo BYD -el mayor fabricante de vehículos eléctricos de China y del mundo en volumen- al emitir una advertencia que sacudió al sector: si no se detiene esta guerra de precios, todos perderán.

En una conferencia reciente, ejecutivos de la compañía fueron contundentes: la espiral de descuentos ha llegado a niveles insostenibles. Ya no se trata de capturar cuota de mercado o ganar notoriedad frente a Tesla. Se trata de una competencia de desgaste, donde hasta los actores más robustos están viendo cómo se erosionan sus márgenes, se tensan sus cadenas de suministro y se agota la rentabilidad.

BYD, con su impresionante integración vertical -desde la fabricación de baterías hasta la producción de chips y motores-, debería ser uno de los pocos jugadores capaces de resistir el embate. Sin embargo, incluso sus cifras reflejan el impacto: en el tercer trimestre de 2025, su beneficio neto cayó un 33 %. La causa no está en una caída de ventas -de hecho, BYD sigue creciendo en volumen-, sino en el precio promedio por unidad, que ha caído drásticamente.

La advertencia lanzada por su fundador, Wang Chuanfu, fue directa: “Si seguimos así, no sobrevivirá nadie. Esta guerra de precios no tiene sentido económico”. No fue una queja, fue un grito de alarma. Porque si el líder del mercado -con respaldo estatal, tecnología propia y escala global- admite que esta dinámica lo está arrastrando al límite, ¿qué queda para las decenas de marcas más pequeñas, sin músculo financiero ni presencia internacional?

La declaración de BYD no es solo una defensa corporativa. Es una señal de que incluso los grandes están llegando a su punto de quiebre. Y es también una forma de presionar a los reguladores para que actúen antes de que el sistema colapse desde dentro.

El mensaje es claro: la competencia desleal no está viniendo del extranjero, sino del propio patio. Y en esa lógica, no hay ganadores reales. Porque bajar precios sin control puede vaciar depósitos, sí, pero también puede vaciar balances, destruir innovación, ahuyentar inversores y dejar un paisaje industrial lleno de cadáveres empresariales.

En los pasillos del sector, el temor ya no es a perder ventas, sino a sobrevivir sin quebrar en el intento. Porque en esta guerra, cada auto vendido por debajo del costo es un paso más hacia el precipicio. Y cuando incluso el número uno advierte que el camino actual es inviable, es hora de dejar de correr.

O paran la guerra o muchas empresas van a colapsar

En la actual carrera por vender más barato, no hay escondite. Ni tregua. Cada semana que pasa, más fabricantes se ven forzados a tomar decisiones extremas: vender con pérdidas o desaparecer. El dilema ha dejado de ser comercial para convertirse en estructural. Y el desenlace se dibuja con nitidez: si la guerra de precios no se frena pronto, el ecosistema automotor chino vivirá una purga brutal.

Las señales ya están a la vista. Marcas como WM Motor y Aiways, que prometían ser referentes de la nueva movilidad eléctrica, han caído en insolvencia o se han retirado del mercado de forma silenciosa. Otras, como Leapmotor y Neta, sobreviven a costa de rondas de financiamiento desesperadas, alianzas con fabricantes tradicionales o inyecciones de capital estatal.

El exceso de actores en el mercado -con más de 120 marcas compitiendo solo en el segmento de vehículos eléctricos- ha generado una fragmentación extrema, donde pocas empresas logran superar las 100.000 unidades anuales vendidas, y muchas ni siquiera alcanzan el umbral de rentabilidad. Según la consultora AlixPartners, solo 15 marcas sobrevivirán financieramente en el mercado chino de aquí a 2030. Las demás: desaparecerán, serán absorbidas o simplemente se fundirán.

El gobierno chino, consciente del riesgo, ha comenzado a enviar señales de intervención. El Ministerio de Industria ha instado a las empresas a evitar la "competencia maliciosa", e incluso se discute -en voz baja- la posibilidad de una reestructuración forzada del sector. Pero el tiempo apremia. Porque cada mes de guerra sin control deja más marcas heridas, más proveedores comprometidos y más empleos en la cuerda floja.

Este escenario recuerda al estallido de las puntocom a principios de los 2000, o al colapso inmobiliario de 2008: una burbuja alimentada por expectativas exageradas, financiación excesiva y una fe ciega en el crecimiento infinito. Hoy, el mercado automotor chino enfrenta su propia corrección. Y como toda burbuja, cuando revienta, no lo hace en silencio.

Pero hay algo aún más preocupante: la lógica destructiva se ha normalizado. Ya no se habla de quién innova más, sino de quién aguanta más tiempo perdiendo dinero. El foco se ha desplazado del producto al precio, del futuro al presente. Y ese cortoplacismo es el que está devorando lentamente las bases de la industria.

La advertencia de analistas, ejecutivos y reguladores converge en un mismo punto: si no se impone un freno colectivo, vendrá una ola de quiebras que reconfigurará por completo el mapa automotor chino. Una depuración natural, sí, pero también dolorosa, que dejará a miles de trabajadores en el camino, a decenas de marcas borradas del mapa y a inversionistas con las manos vacías.

En resumen, el juego ha perdido sentido. Y como en todo juego sin reglas, los débiles caerán primero… pero nadie saldrá ileso.

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En China bajan los precios a niveles imposibles de competir para Europa o EE.UU.: la amenaza que se exporta

Lo que ocurre dentro de China ya no es solo una disputa doméstica. La guerra de precios, nacida como una estrategia de supervivencia local, se ha transformado en una amenaza global, con implicaciones profundas para las economías occidentales. Mientras los fabricantes chinos luchan entre sí para no ahogarse en sobreproducción, sus excedentes comienzan a inundar mercados extranjeros a precios que, en muchos casos, resultan simplemente imposibles de igualar.

El fenómeno no es nuevo, pero sí ha alcanzado una nueva escala. Marcas como BYD, Chery y MG (propiedad del grupo SAIC) han desembarcado en Europa y América Latina con vehículos eléctricos a precios entre un 30 % y 50 % más bajos que sus equivalentes occidentales. Modelos como el BYD Dolphin o el MG4 Electric ofrecen autonomías competitivas, buena calidad de ensamblaje y un equipamiento tecnológico completo… por precios que en Europa rozan lo “sospechosamente accesible”.

¿La razón? En buena parte, responde a un modelo económico sustentado en subsidios estatales, costos de producción reducidos por escala masiva, cadenas de suministro integradas verticalmente, y mano de obra más barata. Pero también, y sobre todo, responde a la urgencia: los depósitos en China están repletos de autos. Miles de unidades sin salida que deben venderse como sea, y si no hay compradores internos, la respuesta natural es exportar.

Esta agresividad comercial está encendiendo alarmas. La Unión Europea ya ha iniciado investigaciones por presunto “dumping” contra varios fabricantes chinos, acusándolos de vender por debajo del costo real, distorsionando la competencia. Incluso Estados Unidos -tradicionalmente más cerrado al ingreso de vehículos chinos- ha endurecido sus controles y se plantea nuevas tarifas para frenar esta avalancha.

Pero el problema no es solo normativo. Es estructural. Mientras un fabricante europeo tarda entre 3 y 5 años en desarrollar, homologar y lanzar un nuevo modelo, una marca china puede hacerlo en 18 meses. Mientras en Alemania o Francia los costos laborales son inflexibles, en China se optimizan con una velocidad industrial sin paralelo. Y mientras los occidentales priorizan la rentabilidad por unidad, en China la lógica es dominar el mercado, aunque sea a pérdida.

Para Europa y Estados Unidos, el desafío es doble: no pueden competir en precio y tampoco pueden detener legalmente todas las importaciones sin romper con reglas de libre comercio o enfrentar represalias. La guerra de precios que comenzó en China, por tanto, se está exportando, convirtiéndose en una presión externa que empuja a la baja los márgenes globales y amenaza con reconfigurar el equilibrio de poder en la industria automotriz.

El riesgo es evidente: si el mercado se acostumbra a vehículos eléctricos de bajo costo -sustentados en prácticas comerciales inviables en el largo plazo-, las marcas tradicionales podrían quedar atrapadas en un dilema imposible: bajar sus precios a niveles insostenibles o perder participación de mercado rápidamente.

El campo de batalla se ha ampliado. Ya no es China contra China. Ahora es China contra el resto del mundo, y los precios son el arma más potente del conflicto.

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Hay mucha sobreproducción. China es demasiado eficiente y produce a velocidades imposibles de vender.

Lo que en cualquier otra economía sería una virtud -la eficiencia industrial- en el caso chino se ha convertido en un problema estructural. El sector automotor del país opera con una capacidad de producción que supera ampliamente la demanda real del mercado, tanto interna como externa. Y ese desequilibrio ha desatado una cadena de consecuencias que hoy amenaza con estrangular a la propia industria.

Los datos son contundentes: en 2025, China tuvo capacidad para fabricar más de 40 millones de vehículos, pero solo vendió poco más de 30 millones. Es decir, cada año se acumulan millones de unidades sin destino claro, saturando patios de almacenamiento, depósitos logísticos y concesionarios. La sobreproducción, antes vista como una ventaja frente a mercados más lentos, ahora genera un cuello de botella insostenible.

Esta hiperproducción tiene origen en varios factores:

  • Incentivos estatales mal calibrados, que premiaron la construcción de nuevas plantas como símbolo de modernización industrial.
  • Una carrera desenfrenada por escalar volumen, que empujó a muchas marcas a aumentar capacidad incluso sin contar con canales de distribución consolidados.
  • Y un exceso de optimismo financiero, alimentado por capital de riesgo que apostó fuerte al crecimiento continuo del sector eléctrico.

La consecuencia es que hoy existen fábricas funcionando por debajo del 50 % de su capacidad instalada, otras totalmente paradas, y algunas que producen vehículos “fantasma”: unidades que salen de la línea de ensamblaje pero que no tienen comprador real asignado. En algunas provincias, las imágenes aéreas de enormes extensiones llenas de autos estacionados -y sin rotación- se han vuelto virales. El exceso ya no se puede esconder.

Este volumen artificial alimenta la guerra de precios. Cuando la cadena de producción no se detiene pero la demanda sí, los precios bajan por fuerza, no por estrategia. El objetivo deja de ser rentabilizar el producto, y pasa a ser simplemente colocarlo. A cualquier costo. Incluso, con pérdida asumida.

El problema no es solo comercial, sino ambiental y logístico. Miles de vehículos estacionados durante meses pierden valor, degradan componentes, aumentan costos de almacenamiento y generan pasivos financieros enormes para las marcas. Y mientras tanto, las líneas de ensamblaje siguen operando, porque detenerlas sería aún más caro que seguir produciendo sin vender.

En un entorno así, la eficiencia deja de ser una ventaja y se transforma en una trampa. China ha logrado construir un aparato industrial de una velocidad brutal… pero no ha conseguido frenar el impulso cuando el mercado ya no acompaña. Es una máquina que no sabe parar.

En palabras de un ejecutivo del sector: “Estamos ante un exceso de eficiencia sin control. Produjimos demasiado bien, demasiado rápido y demasiado barato. Y ahora no sabemos qué hacer con todo eso”.

El resultado: un ecosistema saturado, en tensión, que se vuelve tóxico para sí mismo. Porque cuando se fabrica más de lo que se puede vender, y se vende menos de lo que se necesita para sobrevivir, el sistema entero comienza a crujir.

Ya no saben a quién vender y comenzaron a canibalizarse: un ecosistema al borde del colapso

El mercado automotor chino se ha transformado en un campo de batalla saturado, donde las marcas no solo compiten, sino que se devoran entre sí. La sobreproducción descontrolada, el estancamiento de la demanda y la presión por mantener presencia en el mercado han creado una dinámica de canibalización interna que amenaza con llevarse por delante a toda una generación de fabricantes.

En teoría, el mercado chino debería ser un terreno fértil para el crecimiento: más de 1.400 millones de personas, ciudades en plena electrificación, y un gobierno que apostó fuerte al vehículo eléctrico como política de Estado. En la práctica, sin embargo, el crecimiento del consumo no ha podido seguir el ritmo frenético de la oferta.

Con más de 120 marcas compitiendo en el segmento de los vehículos de nueva energía (NEV), el mercado está completamente fragmentado. Marcas como BYD, Geely, Chery o SAIC han logrado sostenerse gracias a su volumen, eficiencia y respaldo financiero. Pero decenas de actores más pequeños, muchos surgidos al calor de la fiebre del litio y los fondos de capital de riesgo, apenas logran vender unas pocas decenas de miles de unidades al año. Para ellas, cada venta se disputa con uñas y dientes.

El resultado es un escenario donde los fabricantes bajan precios no solo para atraer clientes, sino para quitarle ventas al competidor de al lado, aunque ese competidor sea una subsidiaria del mismo grupo empresarial. Hay casos documentados de marcas hermanas que lanzan modelos prácticamente idénticos con precios diferenciados, solo para no perder terreno en una franja de mercado.

Las consecuencias ya se sienten:

  • Startups como WM Motor, Bordrin o Aiways han colapsado o se encuentran al borde de la quiebra.
  • Varias marcas están en procesos de fusión, absorción o “hibernación” (suspensión temporal de producción).
  • Se estima que al menos la mitad de las marcas actuales desaparecerá en los próximos cinco años, víctimas de esta competencia interna suicida.

Incluso empresas que sobrevivieron los primeros años ahora enfrentan dificultades para acceder a financiamiento. Los inversores, antes entusiastas, ahora exigen rentabilidad real y modelos sostenibles, no solo crecimiento en ventas. El capital especulativo huye del sector, y muchas marcas se quedan sin oxígeno.

Este proceso de canibalización se ve potenciado por un hecho clave: ya no hay suficientes compradores nuevos. El público joven en China está más endeudado, más cauto y menos interesado en comprar autos que hace una década. Las grandes ciudades limitan el número de matriculaciones por razones ambientales, y el mercado rural, aunque potencialmente amplio, tiene un poder adquisitivo limitado.

Así, mientras los fabricantes siguen lanzando modelos, mejorando diseños y bajando precios, no hay suficientes consumidores para absorber la oferta. Cada vehículo vendido es uno que otro fabricante no logra colocar. Y con márgenes tan estrechos, cada venta cuenta como si fuera la última.

La gran ironía es que este ecosistema nació como símbolo de innovación y dinamismo. Pero su falta de regulación, su exceso de incentivos mal dirigidos y la ausencia de una estrategia de consolidación efectiva lo han convertido en una trampa mortal.

A corto plazo, el desenlace es inevitable: consolidación o colapso. Solo las marcas con escala global, integración vertical y acceso a capital sobrevivirán. Las demás serán barridas por el propio mercado que ayudaron a inflar.

Y así, el país que conquistó el mundo con su modelo de eficiencia industrial se ve ahora enfrentado al costo de su propio éxito: un ecosistema donde producir bien ya no alcanza, vender barato no garantiza subsistir, y competir demasiado puede ser la sentencia final.

Reflexión final

La guerra de precios en China no es solo una crisis industrial; es una manifestación tangible de una contradicción histórica: la imposibilidad de sostener un modelo económico basado en el crecimiento infinito dentro de un mundo finito.

Durante décadas, el relato del desarrollo capitalista -en su versión occidental primero, y en su versión planificada pero ultracompetitiva en China después- se sostuvo sobre una promesa: más producción generará más consumo; más eficiencia traerá más prosperidad; más competencia impulsará la innovación. Y durante mucho tiempo, ese relato funcionó. Hasta ahora.

Lo que hoy ocurre en el corazón de la industria automotriz china es una advertencia global. Un ecosistema que produce más de lo que el mercado puede absorber, que reduce precios a niveles irracionales, que canibaliza a sus propios actores para sobrevivir un mes más, y que compite hasta el colapso, no está en expansión. Está en implosión.

Esta dinámica no es nueva. Ya ocurrió en otras épocas y sectores: la agricultura del siglo XIX, la burbuja ferroviaria británica, el acero estadounidense, las tecnológicas de principios de siglo, la burbuja inmobiliaria. Todos siguieron el mismo patrón: auge explosivo, sobreoferta, especulación, colapso. La diferencia ahora es que el caso chino lo hace a una escala sin precedentes y con implicancias globales inmediatas.

El automóvil eléctrico, que debía ser símbolo de transición energética, de innovación limpia y de un nuevo paradigma industrial, se ha transformado en otra mercancía más atrapada por las reglas del capitalismo acelerado: producir más, más rápido y más barato… sin detenerse a preguntar para qué, para quién o a qué costo.

Aquí está la gran paradoja: cuanto más eficiente se vuelve el sistema, más se acerca a su punto de saturación. La eficiencia industrial que China perfeccionó hasta el extremo -fábricas automatizadas, integración vertical, cadenas de suministro ultrarrápidas- ya no genera riqueza sostenible. Genera exceso, genera presión, genera destrucción de valor.

El capitalismo, al no tener un freno interno -ni moral, ni ecológico, ni lógico- se mueve por una sola brújula: crecer. Pero cuando la demanda ya no acompaña, cuando el planeta ya no da más, cuando los márgenes desaparecen, lo único que crece es la tensión interna. Y esa tensión, tarde o temprano, revienta.

China no es la excepción. Es el espejo más claro de un modelo que ya no puede sostenerse bajo sus propias reglas. Y aunque hoy la implosión es local, sus efectos -en forma de dumping, desempleo, concentración de poder y ruina de competidores globales- se sentirán en todas partes.

Lo que está en juego no es solo el futuro del auto eléctrico chino. Es la viabilidad de una economía que mide el éxito solo en toneladas producidas, no en sostenibilidad, bienestar o equilibrio. Y en esa lógica, el colapso no es un accidente: es la consecuencia natural.

Quizá haya llegado el momento de preguntarnos si competir hasta la muerte, producir sin límites y crecer sin sentido es realmente desarrollo.
O si, como tantas veces en la historia, no estamos otra vez corriendo hacia el abismo… con la esperanza de que el suelo no exista.

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